Azorín en la
biblioteca de Quecedo
Escribió Azorín, ya
anciano, hacia 1942: «No se hace una misma cosa en la vida, de igual manera, en
la vejez que en la juventud. No leo ahora tanto como antes; no lo leo todo. (…)
mi lectura ahora es parca, porque deseo ahorrar fuerzas; leo pocos autores; los
libros siempre han variado para mí, y creo que varían para los demás también,
según se lean en uno u otro día, con salud o con enfermedad, en momentos
placenteros o en momentos dolorosos.» (El escritor, 1942)
En “momentos
placenteros”, veranos de sol y alegría, comenzó la niña a leer a Azorín. Las
obras de este autor ocupaban una estantería completa en la biblioteca de Quecedo y, durante dos o tres veranos, aquella jovencita fue
leyendo unos textos magníficos que hablaban de la meseta castellana, de
Andalucía o de Valencia, de la historia y los personajes de esas tierras, de
los clásicos, del paso del tiempo, de la voluntad y del destino. De libro en
libro, peldaño a peldaño, la niña subía por aquella escalera a un árbol cuyas
ramas no tenían fin. Muchas veces ella no sabía donde
pisaba, pero cada vez que ascendía veía cosas nuevas, diferentes. Las fronteras
del valle se expandían. Más allá de la Mazorra se
vislumbraban otras tierras llenas de luz. También los dichos de campesinos y
pastores adquirían un significado más profundo en un contexto más universal.
Desde aquella estantería de la humilde biblioteca de pueblo se realzaba la
riqueza y la hermosura del valle, porque este se situaba en un mundo mucho más
amplio. Azorín, el escritor tímido y sobrio, le mostraba a la niña mil y un
caminos por los que ella, y cualquiera que se acercara a sus libros, podían
echar a andar.
Pero, vamos a concretar
un poco lo que era entonces la biblioteca de Quecedo. Desde luego, era modesta. No habría más de
300 ó 400 libros. Estaba en el ayuntamiento. Según se entraba al portal, lo
primero que se veía, al fondo, era el calabozo, de piedra, cerrado por una reja
grande que iba de pared a pared, oscuro y lleno de telarañas, como guardando la
ausencia de un conde de Montecristo que se habría fugado de allí mucho tiempo
atrás. En el primer piso se encontraba el telégrafo, justo enfrente de la
habitación que albergaba la biblioteca y la hemeroteca. Ignoro quién organizaba
las adquisiciones y con qué criterio, pero estaban allí todas las obras que
habían recibido hasta entonces el Premio Nacional de Literatura, con autores
tan notables como Ana Mª Matute, Manuel Halcón, Luis de Castresana,
Carmen Laforet o Miguel Delibes, y otros cuyos nombres se han olvidado ya,
porque se eclipsaron después de un momento de gloria. También había libros de
cuentos infantiles e incluso algunos de filosofía. Por ejemplo, gracias a la
biblioteca de Quecedo, leí en mi adolescencia una
obra del jesuita Padre Quiles titulada “El existencialismo”, y lo hice con gran
interés, porque me gustaba mucho Juliette Gréco, y también porque en un viaje a París había visto por
los bulevares muchos chicos jóvenes vestidos de negro, y la gente decía: “Esos
son los existencialistas”. No sé si el Padre Quiles aclaró mis dudas sobre la
movida parisina, aunque supongo que su libro sería una buena base para lecturas
posteriores.
En fin, volviendo a Quecedo y a la niña que veraneaba con Azorín, esta solía ir
con su padre a tomar prestados los libros; sin embargo, un día, por algún
motivo, fue sola a la biblioteca. También dio la casualidad de que aquel día el
telegrafista, que asimismo realizaba funciones de bibliotecario, tenía que
salir a hacer una gestión justo cuando ella llegó: “Tardaré un rato en volver.
Te llevas lo que quieras y ya te lo apuntaré otro día.” La niña se quedó sola y
entonces, entre el polvo de los libros, surgió una pregunta: “Si abajo está el
calabozo, y aquí el telégrafo y la biblioteca, ¿acaso no habrá algo digno de
verse en el piso de arriba?” Ella sabía que una niña bien educada no debía
ponerse a fisgar, ni meterse en lugar alguno sin haber sido invitada. ¿Y si el
telegrafista volvía y la pillaba cometiendo una indiscreción? Pero, como la
curiosidad suele ser más fuerte que la prudencia, allá se encaminó la chica,
subió la escalera y, al llegar arriba, se encontró frente a una puerta cerrada.
Con más curiosidad aún, no pudo resistir la tentación y abrió la puerta.
Apoyados en dos de las paredes de aquella habitación, numerosos fusiles con
bayoneta aparecieron ante los ojos de la niña, que no acababa de creerse lo que
estaba viendo. También había banderas que colgaban de unos largos mástiles
apoyados de igual modo en las paredes. Cerró la puerta y bajó la escalera como
una exhalación. Agarró un par de libros y salió a la calle, confusa,
preguntándose qué significaba aquello que había visto. Años más tarde, aún
recordaría que el sol quemaba más que nunca aquel mediodía, y que ella tenía la
boca muy seca. Al llegar a casa, confesó a sus abuelos la indiscreción que
había cometido y el susto que llevaba en el cuerpo. Estos intentaron
tranquilizarla y le dijeron que lo olvidara y, sobre todo, que no lo comentara
con nadie. Pero ella insistió: “Si aquí no hay soldados, ¿de quién son esos
fusiles?” El abuelo no contestó, pero la abuela dijo: “En otros tiempos, solían
organizarse desfiles,… pero de eso hace muchos años.” La habitación maldita
quedó así cerrada en un rincón de la memoria.
Y la niña siguió
acudiendo a la biblioteca, y leyendo un libro tras otro. A veces, se sentaba en
la solana y escribía en un cuaderno, intentando imitar la prosa de Azorín, con
aquellos adjetivos tan bonitos, que ella utilizaba a su manera para describir los
paisajes del valle. Y era feliz cuando el abuelo le decía: “¡Léemelo, hija!” Al
terminar de oírlo, con los ojos llenos de aquel verde dorado que filtraban las
hojas de la parra, el hombre exclamaba: “¡La mi niña es un milord!” El abuelo
la ayudaba así a seguir trepando al árbol de la vida. Y, es que, aunque otras
imágenes menos bellas surgieran de tiempos pasados, o tal vez por eso mismo, la
niña creció deseando que en todos los lugares del mundo hubiera bibliotecas, y
personas que caminaran por la calle con un libro en la mano, y que ningún ser
humano volviera a esgrimir ante otro algo que no fuera el pensamiento y la
palabra: palabras bellas, como las de Azorín, o fuertes, como las que nacen de
la rabia, pero sin hierro, con inteligencia, sin ruido de botas, con la música
del alma.
Mertxe García Garmilla